miércoles, 6 de abril de 2011
El rol de la familia en la conversión de la cultura
François Mauriac relata su primer encuentro con Elie Wiesel cuando el joven Wiesel era periodista de un diario de Tel Aviv y estaba haciendo una historia sobre la ocupación francesa. Wiesel había buscado las impresiones de Mauriac sobre la ocupación y Mauriac le había dicho que de todas las cosas de las cuales él había sido testigo, ninguna imagen había quedado tan vívidamente impresa en él como la visión de cientos de niños judíos separados de sus madres y enviados por tren desde la estación de Austerlitz. Sin saber que éste también había sido el destino de Wiesel en 1944, Mauriac decía lo siguiente: «Yo creo que aquel día toqué por primera vez el misterio de la iniquidad, cuya revelación habría de marcar el fin de una era y el comienzo de otra. El sueño que el hombre occidental había concebido en el siglo XVIII -cuya aurora creyó haber visto en 1789, y que, hasta el 2 de agosto de 1914, se fortaleció con el progreso de la Ilustración y los descubrimientos de la ciencia-, este sueño se desvaneció finalmente para mí ante esos trenes cargados de pequeños niños. Y sin embargo, yo estaba aún a miles de kilómetros de pensar que ellos habrían de ser combustible para la cámara de gas y el crematorio» (0).
Continúa Mauriac: «Fue entonces que entendí lo que me había traído en primer lugar [a Wiesel]: esa mirada, como de Lázaro resucitado de entre los muertos, pero aún prisionero de los sombríos confines donde había estado perdido, tambaleándose entre los cadáveres vergonzosos. Para él, el grito de Nietzsche expresaba casi una realidad física: Dios está muerto, el Dios del amor, de la amabilidad, del consuelo, el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, había desaparecido para siempre jamás… y yo, que creo que Dios es amor, ¿qué respuesta le podría dar a mi joven interrogador?… ¿Qué le dije? ¿Le hablé de ese otro judío, su hermano, que podría haberse parecido a él, el Crucificado, cuya Cruz ha conquistado el mundo? ¿Le afirmé que la piedra de tropiezo de su fe era la piedra angular de la mía, y que la conformidad entre la Cruz y el sufrimiento de los hombres era a mis ojos la clave de ese misterio impenetrable sobre el cual la fe de su niñez había perecido?… No conocemos lo que vale una sola gota de sangre, una sola lágrima. Todo es gracia. Y si el Eterno es el Eterno, la última palabra para cada uno de nosotros le pertenece a Él. Esto es lo que yo debería haberle dicho a este niño judío. Pero sólo pude abrazarlo, llorando» (1).
Como lo sugiere esta historia de Mauriac, el fin de la modernidad ya no es un argumento; es una realidad. La modernidad ha sufrido una desintegración interna o, mejor, una deconstrucción por parte de sus críticos. Los cambios en la cultura y, lo que es aún más importante, los cambios en la conciencia ya emergentes con la entrada de la post-modernidad, serán la realidad central en que la Iglesia en Occidente tendrá que llevar a cabo su misión evangelizadora. Hoy en día, la Iglesia se enfrenta a una cultura cuya comprensión de la persona, de la razón, y de la acción humana es radicalmente diferente de aquélla propuesta por la Ilustración. Juan Pablo II, en su Carta a las familias,aborda esta situación en el contexto de la necesidad de su reciente encíclica Veritatis splendor. El Santo Padre escribe: «¿Quién puede negar que la nuestra es una época de gran crisis, que se manifiesta ante todo como profunda “crisis de la verdad”? Crisis de la verdad significa, en primer lugar,crisis de conceptos. Los términos “amor”, “libertad”, “entrega sincera” e incluso “persona”, “derechos de la persona”, ¿significan realmente lo que por su naturaleza contienen?» (2). Juan Pablo II concluye que «es evidente que en semejante situación cultural, la familia no puede dejar de sentirse amenazada, porque está acechada en sus mismos fundamentos» (3).
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